Reseña sobre Primo Levi por Jaime Siles. 
“Primo Levi: A una hora incierta”. 
Traducción y prólogo de Jeannette L. Clariond. La Poesía, Señor Hidalgo. Barcelona. 2005. 216 páginas. 

El caso de Primo Levi tiene no poco en común con el de Paul Celan: los cuerpos de los dos sobrevivieron al exterminio de los campos nazis, pero su espíritu no. Tal vez por eso los dos acabaron suicidándose: Celan se arrojó a un río; Levi se tiró por la ventana. Pero su similitud no sirve para explicar sus diferencias: Celan es uno de los grandes poetas europeos de la segunda mitad del Siglo XX; Primo Levi, no: Primo Levi ocupa un destacado lugar como prosista; como poeta, en cambio, tiene un nivel muy digno, notables aciertos, desarrollos interesantes, pero no deja de ser un gran poeta menor. Está menos cerca de Auden que de Spender, y su poesía, aunque escrita en italiano, sufre un muy profundo influjo de la lírica inglesa: hasta tal punto que podría decirse que parece un poeta inglés. A una hora incierta es un título tomado del verso 582 de The Rime of the Ancient Mariner de Coleridge, y muchos de sus poemas parten de otros de Eliot, que funciona como explícito intertexto aquí. Levi los combina con la huella del Inferno y del Purgatorio de Dante, de Carducci y de otros – como los tres últimos versos de “Il tramonto de Fossoli”, que proceden del carmen V de Catulo; o los de “Verso valle “, que remiten a otros de Horacio; o como “12 juglio 1980”, otro poema suyo que recuerda demasiado a “Dedication to my Wife” de Eliot. Pero la mezcla ni resulta acertada ni impide que sus versos parezcan escorbúticos, como el mismo reconoce. Hay aquí algo que suena a poesía traducida, y no me refiero a las versiones que su autor hizo de Heine, de Rilke y de Werner von Bergengrün, ni tampoco a las citas de Villon y de Shakespeare que afloran en su culturalismo militante. No: me refiero a una especial condición de lengua que parece tan extranjera como a los casticistas del Siglo XVI les parecía la nueva – y, por ello, también extraña- de Garcilaso y de Boscán. ¿Qué es, pues, lo interesante de esta escritura? Yo diría que eso: su mixtura, derivada de su condición de límite y de paso. De ella extrae Levi su singularidad, que, por otra parte, es muy diversa, pues, por un lado, contiene una ética de la denuncia y, por otro, consiste en una extrema investigación de las múltiples posibilidades de la forma. El final de “Crescenzago” podría haber sido escrito por Azorín; “Il canto del corso”, por Poe ; “Shemà” , por un poeta yiddish; “Un ratón”, por Jesús Lizano ; y “Fuga”, por Andrés Sánchez Robayna . Pero es el íntimo dolor de las cosas lo que mejor transmite Levi: no el dolor del vivir, sino el de su inutilidad – También un hombre es una cosa triste dirá en “Lunedi”. Tal vez por ello acierta, sobre todo, en los poemas de amor, que son también los menos nihilistas o – para ser exactos- aquellos en los que el nihilismo sabe encontrar una nueva vía de expresión: Tal vez la eternidad son los semáforos. La distancia corta del epigrama es la que mejor suele recorrer, pero no la única: le tienta – y mucho- el monólogo dramático, en el que logra algunos de sus más altos momentos, aunque su lirismo más intenso es aquel en que combina el metro largo y la media distancia, obteniendo un rendimiento poético equilibrado y clásico, como en “La bambina di Pompei”, donde las cenizas de la niña de Pompeya se unen con las de Anna Frank y con las de una estudiante de Hiroshima. Este poema, “Las gaviotas de Settimo” y “Anunciación” abren esta escritura hacia un espacio, cada vez más propio ,que ejemplifican “Corazón de piedra” y “Un puente”, dos poemas que dan la medida de lo que Levi llega a aportar. A estas estructuras muy logradas hay que añadir el adecuado uso de las enumeraciones y los tonos, que domina, el juego con las homonimias, que explota, y el recurso a las falsas etimologías con las que, como en “El primer atlas”, poetiza la geografía tanto como la realidad. Levi es un poeta tan interesante como sorprendente: su culturalismo arranca de Browning, al que sigue. Lo que no le impide lanzar una invectiva contra Quasimodo, al que, sin citarlo, alude en su poema “Pío”. Lo que no deja de ser curioso, porque uno de los mejores poemas de Levi, “Epígrafe”- que prefiero traducir por “Inscripción” y no como aquí se hace- recuerda, y mucho, al “Epitafio para Bice Donetti” de aquel. La buena poesía tiene esto: que algunas predilecciones traicionan y una influencia se transparenta allí donde menos se la querría ver. En Levi se transparentan no una sino muchas: es un poeta doctus con más horas de vuelo por los libros que de propia práctica sobre el papel. Eso se nota, pero no le resta valor: se lo da. Jeannette L. Clariond ha apostado por respetar la riqueza de tonos y ha sacrificado a ella parte de la sintaxis y algún que otro matiz. No se lo reprocho: ha hecho un Primo Levi castellano mejor a veces que el que en su lengua es

Jaime Siles