En el decurso de los años he visto crecer a estas dos figuras de la pintura en Nuevo León, dos artistas imposibles de adscribir a escuela o estilos algunos ya que hacerlo nos obligaría, erróneamente, a privarlos de su singularidad. Es preciso que la Pinacoteca del Estado, rinda homenaje a su vida y obra, indisolubles, sobra decir, la una de la otra. Cada una encarna su creación pues a ambos atraviesa de manera original. Cuando el naturalista sueco Linneo publicó su Sistema natural, presentó una propuesta taxonómica para los reinos animal, vegetal, mineral. Este hecho jamás podría aplicarse a los humanos. Clasificar a las personas en tendencias o ismos derivaría en una empresa éticamente discutible. El arte no admite jerarquías: existen individualidades, cada una dueña de su propia singularidad.

 

«Sólo en la oscuridad se aclara tu sombra» dice un verso de Heart Crane, advirtiendo ese mundo de sombras salvado por Plotino para alcanzar la claridad. Occidente ha errado al ver en lo oscuro la negrura a la que hemos sido lanzados sin posibilidad alguna de retorno, como si el descenso fuese tiniebla y no un espacio que nos nace a la luz. Crane toma la idea de Wallace Stevens en su poema esencial: «Auroras de otoño», donde el poeta encuentra la oscuridad-ceguera-vacío mientras observa la aurora boreal. Cuando se me dio a conocer el título de la exposición: Vientos del Norte, me asaltó Stevens. Tres fragmentos me llevaron a imaginar el poema como si tomado de los bodegones de Silvia Ordóñez. Cito los versos que más me acercaron al lirismo de la artista:

 

Y las estaciones cambian. Un viento frío escalofría la playa.

Sus largas líneas crecen largas y vacías,

Se acumula la oscuridad sin caer

 

 

* Texto leído en la inauguración de la muestra pictórica de ambos artistas en la Pinacoteca del Estado de Nuevo León, el día 7 de noviembre de 2019.

 

 

 

Y la blancura asciende opaca contra el muro.

El hombre que camina mira ciego la arena.

Observa cómo el Norte magnifica siempre los cambios,

 

 

Sus helados brillos, sus rojiazules esfumados

Y ráfagas de enormes explosiones, un verde polar,

Color de hielo y fuego y soledad.

 

«El Norte magnifica siempre los cambios» infiere Stevens. La ceguera llega por la excesiva luz y con ella, ráfagas de hielo, fuego y soledad. La tradición metafórica de la luz cobra en el poeta una realidad viva, ordenada, perfecta al modo de Plotino en las Enéadas: Ninguno de los movimientos es completo por sí mismo, pues hay un movimiento doble acompañado de descenso y de ascenso. Dicha explosión del Norte semeja el universo de Silvia Ordoñez: un espacio para los sentidos y la mente, estructura ordenada y bella donde frutos orbitan en torno al frutero, suspendidos de forma plena en sacralidad. Ordóñez apela a lo cosmológico y, como Stevens, lo religioso: movimiento que va de lo múltiple de los objetos al centro.

Hay una fascinación que siento por la obra de Silvia desde sus inicios que me llevó a visitarla en su casa, por las mañanas, cuando regresaba de nadar. Arturo estaba en un salón, Silvia en otro, ambos hundiéndose en ese crepúsculo del sueño, como una manifestación de maestría en el arte de callar. No había mediación posible ni negociaciones en ese mundo donde la belleza era la única rival de la belleza y sólo sobrevivía lo supremo y lo perfecto. Ver los cuadros de Arturo era como contemplar el paraíso del sueño cediendo al alba su fervor, alcanzando meditaciones grandes y pequeñas, elevando la mirada por todas partes. Ambos estaban en el dolor y en el amor, bajo el compromiso de lo que Stevens considera tarea del genio: meditar en el todo de la infelicidad, en el todo de la fortuna, el todo del destino. La obra de estos artistas muestra, no lo que vemos, de una profunda meditación de lo que son. Los bodegones de Silvia, como los versos de Stevens, han trascendido el mundo natural para acceder a lo sobrenatural en donde el todo del destino es aquello a lo que no es posible renunciar: el mundo no se rige por la psique sino por su daimon cuya tarea consiste, según Dodds, en «ser portador de la divinidad del ser humano y su falta»:

 

Las flores contra la pared,

Blancas, medio secas, nos hacen

Evocar, buscando advertir, una blancura

Distinta, un algo más, el año pasado

O el anterior, no el blanco de una tarde,

 

Ya fresco o marchito, nube de invierno

o cielo Invernal, que de horizonte a horizonte agoniza.

El viento desliza sobre el suelo la arena.

 

Aquí, ser visible es ser blanco,

Es ser solidez de lo blanco, el logro

De quien llega a la cumbre en su composición…

 

 

Ser solidez de lo blanco concita a la interioridad de la artista en un eterno movimiento que no podemos ver, pero sí percibir en una obra que permanece en un estado de quietud y que, sin embargo, se mueve. «Still Life», es como me parece deberían llamarse también, de acuerdo a su traducción del anglosajón, los bodegones: «Vida quieta», «Vida reposada» o «Vida en quietud». La polisemia del vocablo «Still», nos permitiría además agregar «Aún» o «Todavía». Más allá del reposo, los frutos de Ordóñez destellan vida, una vida vivida que se ha ordenado, regida por su propio centro, y que aun así, proyecta serenidad, movimiento plotiniano de ascenso y descenso. El verso luminoso de Crane: «Sólo en la oscuridad se aclara tu sombra» nos remite al trabajo interior de la artista. Tanizaki, en su obra maestra El elogio de la sombra, evoca la forma en que Oriente deja la plata con su mancha de óxido. Una mancha que recuerda a quien busca verse reflejado. No es el brillo de la plata lo que alumbra sino la mancha, esa sombra que obliga necesariamente a entrar en el propio yo y, en el descenso, hallar la claridad. El oleo de Ordóñez «Jarra de plata, 1997», no presenta una idea del color que el espectador podría esperar. Más bien su plata ha sido trasmutada en destellos de luz hasta alcanzar una blancura apenas borrosa.

En «Gran frutero, 2014» vemos la solidez de la artista en su mayor expresión. No se trata de un movimiento en la superficie: está en su interioridad. Su obra no trata del vehemente ejercicio de validar imágenes que emocionen a quienes ven con detenimiento, ella hace que los frutos se sostengan de algo misterioso que llamamos lirismo, una de las formas más delicadas y complejas del arte. Hojas, papayas, uvas, naranjas, kaki o persimones como los protagonistas del otoño, parecieran estar habitados por el fuego de un dios. Yacen allí queriendo rodar fuera de la superficie a la manera de Cézanne como se aprecia en «Frutero verde», 2015 y, sin embargo, algo guía las manos de la artista que le permite abstraerse de las distracciones del mundo, equilibrando clima y viento, y así, sostener sus frutos, no sobre la mesa o sobre un cesto o florero, sino que los hace permanecer dentro del orden de su universo, ya no sujeto a una geometría de insinuada espacialidad que en el inicio de su carrera estaba demarcada por la separación-delimitación del espacio, como se advierte en «Autoretrato», 1989. El dolor de su mirada, común en los ojos de las mujeres de Cézanne, se va trasmutando con las mariposas y los cielos de su obra.  En los últimos años, todo en sus lienzos parece gravitar en torno a un centro de apoyo que es ella misma: bodegones con platos y jarras que nos acercan a algo como una perfección interior. Manet dijo: «Un buen pintor se reconoce por su capacidad de expresar la simplicidad de un fruto». Desde Caravaggio, «Cesta de fruta», 1599, los bodegones habían representado escenas de la vida cotidiana, ya fuese Rubens, Peter Brueghel «El viejo», Juan van der Hamen, Juan Arellano, pero aun en obras anteriores como Pompeya y Herculano, se plasma la vida cotidiana de los habitantes del lugar, antes de ser sepultados por la lava. Si Caravaggio es el ejemplo más claro de la perfección técnica, Cézanne nos habla de la melancolía en su dejarse llevar a la superficie. Silvia Ordóñez muestra que los bodegones son un pretexto para hablar de su interioridad. Su trabajo constata que el Viento del Norte amplifica los cambios, que «Sólo en la oscuridad se aclara la sombra». En otro verso de Shakespeare celebrado por Borges: «Looking on darkness which the blind do see», me pregunto si decir oscuridad es mirar la oscuridad o pintar desde la oscuridad, ya que la obra de los artistas que hoy se presentan en este espacio oscuro, en el más sanjuaniano de los dones, Vientos del norte, es en donde sobresale la singularidad de una mirada, cada uno la suya, ya que ambos artistas parecieran vivir sumidos en la oscuridad-silencio, nunca perdidos sino guiados por su propia claridad.

Mi intención no es hablar de datos ni cifras. El tiempo es sólo un número, y las fechas no vale la pena retener. Lo que debemos, y digo debemos porque lo siento como un deber ético, es intentar leerlos en su dimensión más profunda y humana. Celebramos cuarenta años de la primera exposición de Silvia Ordóñez en la entonces conocida Galería Miró de Memo Sepúlveda, que luego pasa a ser Arte Actual Mexicano. Debemos a Guillermo el haber alentado y propiciado la divulgación de la obra de Silvia a partir de 1980, en aquella galería ubicada sobre Calzada del Valle. En esa exposición la conocí. Había en la mirada de Silvia una niebla de tristes sentimientos, una melancolía que pronto dejaría plasmada en su obra.

Cuando algo concluye debemos de pensar que algo empieza. Sabemos que perdemos algo y, en palabras de Elizabeth Bishop, es el arte de perder. La pérdida genera ganancia en luz. Hay eventos que no están destinados a registrarse, pero ese año de 1980, inicio de Ordóñez en la vida artística de Nuevo León, me obliga a recordar a Oscar Wilde (El crítico como artista) quien dice que toda crítica es un registro del alma, como si se tratase de una cifra oculta. Los registros del alma son los inicios de una pintura, una escultura, un lienzo… sólo hay que contemplar detenidamente para responder: cómo soy y quién soy. En Silvia, los bodegones, geometrías, platos y jarras… nos acercan a algo que semeja la perfección interior:

 

Y entré así al mundo roto

Para rastrear la visionaria compañía del amor, su voz

Un instante de viento (hacia dónde arrojado)

Sin poder aferrarse a ninguna desesperada decisión.

 

 

Quiero que me disculpen por hacer referencia a algunos versos justo en el momento en que, bajo las estrellas, visibles o no, bajo la oscuridad, visible o no, tengo por verdaderas las líneas que Elizabeth Bishop también escribió o mejor dicho reescribió por insistencia de Robert Lowell como cierre de su poema «En las bodegas de los pescadores». Ambos poetas se preguntaban sobre fin del arte. ¿Nos lleva al conocimiento? Bishop responde:

 

Es como imaginamos el conocimiento:

oscuro, saladado, claro, móvil, plenamente libre,

extraído de la fría y áspera boca

del mundo, nacido de rocoso seno,

siempre fluye y se retrae; al igual que

nuestro conocimiento, es histórico, transcurre y pasa.

 

 

Si es real lo que dice Wilde sobre el crítico, y ve lo que el alma registra, podemos asumir que el alma es la memoria espiritual; la memoria como lo sublime del arte. Hay un goce en la contemplación pura, un saber que no transcurre ni pasa. El arte nos mira, nos enseña a mirar, accede a nuestra interioridad. El mundo moderno ha demostrado la enorme incapacidad del ser humano de articular una sintaxis. Las redes incomunican, ofrecen verdades a medias, manipulan el relato, nos dejan en la superficie. El lenguaje se traduce en una falta de compromiso: «Qué plan», «qué onda», son ejemplos relacionados con la intersubjetividad característica de nuestro tiempo: el despojo del compromiso. Compromiso es la palabra llave de sus autorretratos, que luego cambia por una Naturaleza de la quietud. Hay que detenerse y contemplar cada cuadro, sus frutos y semillas. El color y la ausencia de éste, cada elemento, la suspensión del tiempo, la contención del relato, hay que oír el silencio. Ella nos habla desde una soledad elegida, un silencio elegido, un comprometido lenguaje con el arte. Ella, en su quietud, me hace recordar a un poeta de Virginia a quien traduje por primera vez hace veinte años: Charles Wright. Al conocerlo me dijo: «Jeannette, no te voy a ayudar. No me gustan los encuentros de escritores, no me gustan las presentaciones de libros y no me gustan las lecturas publicas». Al traducirlo, no he podido más que agradecer sus palabras, su elección, su obra que básicamente es silencio, música… las notas blancas de la música. El primer libro suyo que traduje lleva por título Zodiaco negro, en donde escribe: «Se ha dicho que algo brilla en cada oscuridad, que algo resplandece». Seguidor de Stevens, mira las estrellas, las constelaciones, la oscuridad y la luz pues sabe que «la luz nunca es una metáfora». Entender la obra de Silvia Ordóñez implica asumir que el arte nunca se repite, que la artista, a pesar de volver a los plátanos, granadas, papayas, manzanas… encierra una mayor perfección interior que se traduce, no en metáforas, sino en armonía espiritual, una simpatía universal muy propia de Wright:

 

Si la historia es una repetición, que no lo es,

la condición de toda cosa tiende a la condición del silencio.

Cuando se detiene el viento, hay silencio.

Cuando las aguas se ponen de rodillas y sumergen su frente

hasta el fondo, hay silencio; cuando las estrellas aparecen

​​     mirando hacia abajo, oh Señor, llega la quietud.

 

 

 

Jeannette L. Clariond

Pinacoteca de Nuevo León

Noviembre 7 del año 2019

 

 

 

 

 

 

 

 

 

En la obra de Marty existe el hecho autobiográfico mas no por el acto de querer que se le mire sino por el modo de decirnos que está allí; más que una llamada de atención es un clamor de súplica. Se acerca a la plegaria en sus iconos que no buscan semejarse al dios sino mostrar modos de acercarse y aproximarse a lo sagrado. Arturo Marty no habla. Calla para dejarnos el espacio del habla en una mesa dignificando el pan, allí en el espacio donde todo sucede: traición, sacrificio, bendición. En su obra “La última cena” (2008), ha buscado nuevas formas de decir el dolor. Con trazos al modo de Van Gogh o a través de el alargamiento de las figuras como hizo El Greco, Arturo busca, no la imitación de un estilo, sino el insertarse en el tiempo, en la prolongación de su dolor. Tengo la sensación, al entrar en sus lienzos, de estar internándome en un sueño, en su sueño, de allí que sus autorretratos prefiguren un rostro que nos llama, que nos invita a sumirnos en esa profunda noche, no oscura, sino extrañamente plasmada como una condensación. ¿Qué hace un mar detrás de la última cena?

¿Quiere el artista mostrarnos la narración sobre Cristo? ¿Busca hablarnos del desierto, del Mar Rojo, del Paraíso en un solo lienzo? No lo sabemos, pero sí podemos detectar ese eslabón onírico que va encabalgando las pinceladas de manera inconsciente como si ese dolor en él guardado brotase del pincel sin que el dolor se advierta, sino su sublimación. A Marty no le interesa hablarnos de la vida de Cristo, tampoco le interesa narrar los eventos de una historia sagrada o de un evento bíblico. Busca decir su vida en el lienzo, su pensamiento expresado bajo sus circunstancias, bajo ese estado emocional que sólo el arte alto procura: la parte espiritual de las pasiones de la imaginación.

Compromiso es desnudarse, autorretrarse, mostrarse, palabra llave en la obra de Arturo Marty a quien veo vinculada al lenguaje onírico del Bergman tardío. El director-actor-dramaturgo lleva a sus personajes al límite: desnudez, sueño, crepúsculo y blancura son, en Bergman y en Marty, reflexión poética de Heart Crane en el resuello del oleaje:

 

Apenas se oían los sauces,

Una zarabanda de viento segó la pradera. Nunca pude recordar

Esa sosegada agitación de los pantanos

Hasta que la edad me trajo al mar.

 

 

Mar, agua, océanos son todos son un mismo lenguaje que desemboca en el origen, del dolor, del regreso a esa primera voz o cicatriz del agua reconciliada. Una de las películas más bellas y poéticas de Bergman, Zarabanda, una autobiografía, un retrato del dolor del hijo, parece reverberar en Martí, con la reinvención del padre. El conflicto con la fuerza paterna simbolizada por Jesús en Martí o su trasposición en lo sagrado por el martirio del hijo en Bergman, la secuencia de imágenes de mártires que mueven a ver sangre donde quizá no la hay, presume y subsume la teatralización del yo, el drama de la vida acentuada por Bach, la  desnudez del cuerpo que pide cobijo a la mujer: escenas de un desamparo cuando se retrata la falta. En Arturo Marty, el desquebrajamiento del mundo del artista se ve en el temblor de su pincel, en el tremor de la piel, en la misma palidez de los cuerpos que, sumidos en el sueño, parecieran no querer salir al mundo pues saben que la realidad, esa única ola serena del lienzo, es a la vez sed y deseo, miedo y goce, fragilidad y voluntad. Dice lo que sólo el sueño dicta. “Todo ángel es terrible”, escribió Rilke, tan cercano a la sacralidad y tan próximo al temor de aquello que más necesitaba. Bergmaniano o rilkiano, Marty quiere desde 1995, presentarse en el drama de la existencia misma, autoretratos que propician la belleza por el sacrificio, un término que llevó hasta sus últimas consecuencias Buñuel. Pero también lo hizo en sus poemas Heart Crane a quien posiblemente conociera Lorca en Nueva York.

Todos los rostros y uno más muestra en su obra Marty; colocados a la derecha del padre, no se ocultan ni se disfrazan, esperan, atentos, la palabra que pueda redimir el dolor como un desierto sobre el mar. Pero en su mar el verdor florece como un destino que esperara su propia bendición. Antes de ocultar su rostro, Arturo pide que lo miremos. Viene a mí un fragmento de James Merrill:

 

Donde escondí mi cara, tu caricia, pronta, misericorde,

Vendó mis ojos. Un dios aspiró desde mis labios.

Si eso fue ilusión, deseaba que durase;

Que por su diaria dosis permaneciera con nosotros allí,

Limpiando y regando, suspirando amorosa o dolorosa.

Esperaba que subiera cuando fuese necesario, incluso

A alturas de degradación, ya que me parecía

Que aquellos días estaba siempre ascendiendo

A un mundo de silvestres

Flores, regocijo, lágrimas… ¿o era yo quien caía, con las piernas

Dobladas, cumbres, profundidades,

En un charco de lluvia cada noche?

Pero tú estabas por todas partes, a mi lado, encubierta,

Como quien no está, en la risa, en el dolor, en el amor.

 

“Intersticio”, 2009, uno de los cuadros que más se acercan a este sentimiento, tiene como personaje principal esa mujer onírica-central en la vida del sueño y los soñantes que la miran. Como un universo invertido en donde lo azul ocupa el color de la tierra y el ocre-marrón, el del cielo, el artista retiene la figura de la madre-mar, la lívida cara de quien un día fue sustancia de una casa ahora con sillas vacías, estancias sin muebles, dormitorios de luces encendidas pero cuyos durmientes asoman desde el umbral al mundo exterior y sólo encuentran a la madre soñada: “Como quien no está, en la risa, en el dolor, en el amor”. La obra de Marty es pues un lenguaje teatral de espacios, vacíos, luces, silencios… su pintura habla de la crudeza que se refleja porque no hay allí nada superfluo, todo está al desnudo, interpelando nuestra voluntad que se afana por querer entender lo que no ha sido revelado para el conocimiento. Arturo Marty y Silvia Ordóñez han traido el silencio que necesitaba Nuevo León, alivian la desnudez, procuran dar alimento y visión a nuestra falta. Silvia es alba, Arturo, crepúsculo. Ambos necesarios en nuestra caída. Cierro con el fragmento de Jay Wright dedicado a San Agustín:

 

Esta es la danza de lo que no cambia

​y de lo que cambia,

​​la intensidad del espíritu

​para la tolerancia del mundo.

​​Conocer es movimiento en el crepúsculo,

​un estado de caída en la visión.